Resumen
Dado el carácter dialógico de la relación docente, el autor analiza tanto la actitud adecuada del alumno frente al saber como las virtudes del profesor que la facilitan. A lo primero la denomina actitud culta distinguiéndola pormenorizadamente respecto de la actitud instruida. Se señala que cada vez es menos raro encontrarse con personas que disponen de una altísima educación superior, llenos de perfeccionamientos y postgrados, y, sin embargo, carentes de una actitud culta ante el saber pese a su alto grado de instrucción. Parafraseando a T. S. Eliot, no es lo mismo la información, el conocimiento y la sabiduría, y cada vez es más necesario discernir sus rasgos diferenciales. Las notas distintivas de la profesión docente exigen no sólo eficiencia sino también ejemplaridad. Es un quehacer que requiere el despliegue de un cortejo de virtudes. La alegría es un índice de las mismas, y como lo ha enfatizado Gabriela Mistral, el derecho de los niños a la alegría y la esperanza es esencial en la tarea docente. Si hay algo que paraliza el crecer —y educar es ayudar a crecer— es la tristeza.
La dificultad propia de la enseñanza estriba en la prudencia con que el profesor debe conciliar exigencias contrarias: autoridad y libertad, exigencia y gratuidad. Esta armonía entre contrarios se lleva a cabo cuando se sabe obtener de los alumnos el consentimiento de lo que es obligado, de lo que es de rigor exigirles, cuando se dan cuenta que aquello que se les propone o manda, no procede de ninguna voluntad arbitraria sino que se inscribe dentro de las finalidades más propias perseguidas por ellos mismos. Finalmente el autor analiza el perfeccionamiento en relación a los tres fines de la educación: transmisión de conocimientos, adquisición de destrezas e irradiación de un sentido de la vida. Cuando el profesor deviene maestro, enseña, pero enseña otra cosa. Su más alta enseñanza no está en lo que dice, sino en lo que no dice, en lo que hace, y, sobre todo, en lo que es. Es eso lo que realmente comunicamos porque irradiamos lo que somos y amamos. Desde esta perspectiva toda enseñanza puede servir de pretexto para otra cosa que trasciende a la mera instrucción. Pareciera que lo esencial queda reservado entre las líneas del programa y como sobre-entendido, y la verdadera pedagogía se burlara de la pedagogía.
La dificultad propia de la enseñanza estriba en la prudencia con que el profesor debe conciliar exigencias contrarias: autoridad y libertad, exigencia y gratuidad. Esta armonía entre contrarios se lleva a cabo cuando se sabe obtener de los alumnos el consentimiento de lo que es obligado, de lo que es de rigor exigirles, cuando se dan cuenta que aquello que se les propone o manda, no procede de ninguna voluntad arbitraria sino que se inscribe dentro de las finalidades más propias perseguidas por ellos mismos. Finalmente el autor analiza el perfeccionamiento en relación a los tres fines de la educación: transmisión de conocimientos, adquisición de destrezas e irradiación de un sentido de la vida. Cuando el profesor deviene maestro, enseña, pero enseña otra cosa. Su más alta enseñanza no está en lo que dice, sino en lo que no dice, en lo que hace, y, sobre todo, en lo que es. Es eso lo que realmente comunicamos porque irradiamos lo que somos y amamos. Desde esta perspectiva toda enseñanza puede servir de pretexto para otra cosa que trasciende a la mera instrucción. Pareciera que lo esencial queda reservado entre las líneas del programa y como sobre-entendido, y la verdadera pedagogía se burlara de la pedagogía.
Idioma original | Español (Chile) |
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Páginas (desde-hasta) | 291-315 |
Publicación | Estudios Públicos |
N.º | 93 |
Estado | Publicada - 2004 |